martes, 29 de abril de 2008

El caso del repartidor de flores

[Holmes avanzó hacia el sillón orejero de rojo terciopelo arrojando el violín con tal vehemencia, que una de las cuerdas saltó de manera furiosa, y se sentó en el diván cambiando de golpe su semblante, me miró y, juro por Dios que me atemoricé, me sonrió y exclamó jocosamente: ¡Pardíez, emprendamos otra aventura!. Y entonces me tranquilicé, porque mi maletín ya estaba vacío.]

Había sido una jornada muy dura, y Watson no dejaba de observarme y tomar mentalmente apuntes inútiles para luego publicarlas en el folletín mensual para ese público estúpido que cada vez exigía más sangre, algo que por supuesto, no se planea y que no estoy dispuesto a satisfacer, aunque con ello disminuya mi notoriedad.
Así como en un día caluroso de verano el perejil se hunde en la mantequilla (¡Eureka!), mi paciencia se vio desbordada.
Cuando se llevaron a aquel hombre al cual mi dedo acusador señaló, de forma bastante tajante debo decir, sentí, como siempre, una cefalea intensa que esta vez cedió inmediatamente. Y ahí, yo, el mayor detective de toda Inglaterra, de todo el mundo, de toda la historia (aficionadillo Dupin...), me sentí someramente mareado.
Al llegar a casa, abrí la puerta, arrollando a la pusilánime señora Hudson, cosa que bien poco me importó (si bien, lo sentiría más tarde al probar los endurecidos brioches), y al abrir la puerta de mi departamento, como un fogonazo, me vino la respuesta. Aquel haragán no había sido el responsable del hurto de la toquilla françoise de Su Graciosa Alteza, una herencia de incalculable valor (sentimentalmente debo suponer, porque para mí sólo representaba un trapo más entre miles para una mujer vieja, gorda y exigente, a la que prestaba todos mis servicios en casos desesperados en los que sus espías más zafios habían fallado). Allí, la idea se tejió rápidamente como un fractal, me excuso (y que no sirva de precedentes), rectifico (también será la primera y última vez) y diré como una telaraña. Aquel hombre ciertamente no era el responsable y ahora estaba condenado a la horca. Porque yo, el más ilustre y minucioso de todos los caballeros ingleses, quizá debí equivocarme (no abrí los cajones de la cómoda de Su Alteza, donde posteriormente pude saber que, entre fajos y refajos, una señorita de mirada triste con permiso de la Reina, encontró aquella toquilla. Maldita señorita y maldita toquilla, a la hoguera con ellas). Pero recuerdo cómo el Dr. Watson me miraba fascinado una vez me dirigía a aquella cómoda y tomaba sus apuntes y yo, el más insigne de los detectives, se dejó seducir por aquella idea: “Holmes, viendo el diminuto trozo de periódico en el suelo, al lado de una cómoda de estilo imperial, encontró la respuesta. El repartidor de flores era el ladrón y el destructeur de aquella tela, puesto que no se encontró la valiosa prenda. Y su Alteza le compensó con el título de...”. Y como aquella idea me gustó, y como mi lógica siempre ha sido, debo decir sin modestia ni reparo, mi mayor virtud, acepté la hipótesis, la hice mía y la convertí en teoría.
Así que cogí el violín y descargué toda mi ira en él, pagándomelo como siempre y negándose a sonar. Aquel hombre, lo sabía con mi certera certeza, ya estaría en el otro barrio (me permito esta licencia, esta expresión tan poco elegante, puesto que usted no puede leer mis pensamientos, querido lector) y, en fin, un repartidor de flores menos en esta isla sombría no se haría de notar. Pensando esto ya había lanzado el trasto sin alma sobre el sillón orejero de rojo terciopelo. Me senté en el diván y sabiendo que el meapilas de Watson nunca sabría que al menos por una vez me equivoqué, me alegré, le miré desde mis alturas, sonreí y le alenté para una nueva aventura (se contenta con nada).


(Gràcies a Sir Arthur Conan Doyle pels moments passats...
tot i l'Home de Piltdown, tant si és com no el responsable)



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