jueves, 27 de agosto de 2009

jueves, 20 de agosto de 2009

Dignidad o cómo empequeñecer

Todavía me estremezco al recordar aquella noche, me encojo y me acongojo. Nunca me sentí tan diminuta, vulnerable y prescindible. A la suma de estas sensaciones se le añade el hecho de la insignificancia del suceso, lo que restará valor, si lo tiene (que no se busca, aclaro, no obstante), al chorro de palabras que aquí viene reflejadas (nunca se vendió tan mal un producto). Porque las palabras salen, desbocadas, y pudieran ser unas u otras, a gusto de un inexistente consumidor, pero la impotencia de sentirse ínfima, de quien firma, todavía perdura.

Tuve suerte en mi vida, en cuanto a las posibilidades que se me abrieron ante mis narices (esa probóscide rinítica, si se me permite, antesala de esta facies, de tamaño y forma más que respetuosos, por ello el plural inicial del sustantivo). Pero en algún momento, los hados debieron acusar una generosidad en exceso generada hacia mi persona, porque los caminos se truncaron y, donde antes había claros, ahora hay sombríos lodazales que ocultan la marcha de las sendas. Quizás por esto, ahora me desvío de la auténtica dirección que quisiera llevar. Se me disculpe si esto sucede más veces y no se tenga en cuenta, que ya se sabe que la cabra tira al monte. Y no es la primera vez y no será la última.

Sucedió una noche. En pleno invierno. Diciembre diría yo, pero ya habrán pasado 13 o 14 años (la mitad de una vida) y cualquiera se atreve a fijar más la fecha. Tal vez las nueve o las diez de la noche. En el campo (no se busca un ambiente bucólico, querido no lector, pero es que fue así). Ni un ruido. La gente se encontraba dentro, en la casa, con el hogar encendido, resguardándose de un, por suerte para mí, que estaba fuera, tibio frescor. Sentada, pues, fuera, en las escaleras de piedra, se podía escuchar el silencio. Ni las ramas se movían, ni los probables animales se atrevían a respirar. Tampoco había luz, una, porque no había (quizás porque me tocó salir fuera a la aventura y apagarla), dos, porque era una noche huérfana de luna (frase que queda poética a la par que cursi, así pues, la presto y no la firmo).
Pues, en silencio, a oscuras y con algo de frío, una tipa rara en los peldaños finales sentada.
Acabada de sentar, se me ocurrió mirar hacia arriba, lo que debía ser el cielo. Inicialmente era negro, imposible de marcar sus límites si uno se aventuraba en tamaña empresa. De pronto, una vez se produjo la acomodación ocular (tal vez más rápida de lo que pueda ser ahora), juro por ... que me acongojé (por favor, omítase el no lector de incurrir en el craso error de substituir este verbo por otro sinónimo y más soez, que este es mi texto y no admito palabras malsonantes, búsquese la vida en sus propias páginas). Lo que era negro empezó a revelar la existencia de múltiples punto brillantes, las tan archiconocidas estrellas. Y así trabajan el cerebro y la psique, confabulando, inventando y sugiriendo falsedades para acomodar la realidad (¿verdad?). Les dio por interpretar que en lugar de ser estáticas (cierto que no lo son, pero por ciertas reglas físicas, que no citaré, lo deberían parecer), se movían, para ser exactos, caían todas ellas, miles, hacia abajo inexorablemente, como si fuera el fin del mundo, al mismo punto, descolgándose para precipitarse. A esta sensación vertiginosa puntual, le acompañó, una patética sensación de pequeñez y ridiculez. Sentirse como una hormiga que va a ser aplastada por un camión, más o menos. Sentirse como una tipa prehistórica que siente miedo cada vez que anochece.
Y una vez recuperado el sentido de la cordura me levanté, trapuesta y más pequeña, intentando recuperar la dignidad que he vuelto a perder.
Nada envuelve al hombre en una bruma de errores como su propia curiosidad al buscar cosas más allá de sí mismo.

Owen Feltham
Resolves, XXVII

lunes, 17 de agosto de 2009

Nadie puede saber lo que le pasa a otro por la mente.
Partiendo pues de esta premisa, tópica, sí, pero cierta, mas (mal) que le pese, no resulta difícil adivinar que la lógica brilla por su ausencia. Que los cuerpos inertes pueden quedar abandonados a su suerte a la intemperie, solos y sin abrigo. Puede suceder y sucede, no obstante. Pero poco importa dónde suceda, en la oquedad de una montaña, en la coyuntura de un pasillo o frente un panel. El problema no es el cuerpo, el problema es que no hay GPS que nos lleve hasta la mente.