domingo, 20 de abril de 2008

Cuentos rusos (I). Mi abuelo...

...se sentaba en aquella mecedora que aún existe y que él mismo reparó. Se trataba de una modestia herencia que alguien se la cedió, como una limosna a un pobre. No obstante, la barnizó con cariño y le cambió la tela, ahora algo desteñida, de grandes flores anaranjadas y marrones sobre un fondo oscuro, que de pequeña me parecía todo un universo. Y nosotros sentados en el suelo, o en su regazo, o sobre aquellas alfombras de piel de borreguito marrones, quietos y expectantes.

Y allí se sentaba cerca de la estantería y nos leía, sobre cualquier cosa, pero eran las palabras más vivas que jamás haya oído. Mi preferido era aquel libro de tapa blanca y blanda (en la segunda estantería más o menos a la mitad, zona que tardé bastante tiempo en alcanzar), con austeros dibujos (todavía me acuerdo de aquel pequeño pájaro en su jaula y cómo después se encontraba fuera de ella), sin colores. Y yo, que ya sabía leer, no podía procesar aquellos textos, me eran extraños, no se parecía a nada de lo que había aprendido. Evidentemente aquello se debía a que se trataba de un libro de cuentos rusos escrito en ruso y, por tanto, no entendía nada (¡dichoso alfabeto cirílico!). A él, a mi abuelo, la persona más culta que he conocido, le encantaba el ruso. Y por ello, para saber qué decía aquel libro (y algún que otro más) debía esperar pacientemente a que nos lo leyera. Y nos leía sin infantilismos ni ñoñerías, de hecho, aquellos cuentos no admitían semejante actitud. Eran cuentos con metáforas que pudieron llegar a calar en nuestras mentes aunque en aquellos instantes sólo se trataran de pequeñas historias.

Una vez daba por finalizado el relato, no acababa la oratoria. Era una persona paciente con infinitas cosas que revelar al mundo. Nos contaba sus azañas en tiempos de guerra (cuando no era más que un jovencito con ansias de descubrir el mundo), nos enseñaba su viejas fotos. Y lo narraba todo con tanta pasión que, aunque a veces nos lo repitiera, no importaba, se lo perdonábamos, porque sabíamos que nadie nos iba a enseñar tanto como él.

Su afición al saber era infinita (y autodidacta) y aquello nos beneficiaba, porque a la lectura o a los recuerdos, les podían acompañar bulerías o fandangos que mi abuelo se marcaba con su guitarra en solitario o acompañando al viejo tocadiscos a la altura de un tal Paco de Lucía.

Y la estantería repleta de libros (y mi abuela desde la cocina, siempre limpiando a fondo desde el fondo) era testigo de aquellos días de nuestras infancias. Y no es que las piezas que allí se atesoraban fueran la mayoría de mi gusto (mi conciencia bien sabe cuántas veces de pequeña intenté leer aquel libro de hojas rojas y frágiles que en algún momento debió tener una cubierta amarilla, El príncipe idiota, y el juramento que me hice a mi misma que algún día lo leería y que tiempo ha que se cumplió), pero todo aquello en conjunto, me hizo amar (cuán bucólica expresión) los libros y encontrar en ellos un tesoro que muchos no han descubierto.


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