miércoles, 13 de octubre de 2010

La princesa prometida. Dentro de su mundo gris y narcótico, casi en estatus no convulsivo, y con final feliz a pesar de ello. Como en una ensoñación, los árboles del bosque se hallan tristes. Los troncos, de tanta humedad, son de un negro resabaladizo y opresivo. La luz no entra ni por asomo y el verde se torna grisáceo sin suponer ninguna molestia.
E incluso, con todo ello, al final, cuando todo acaba bien y la joven de ojos alicaídos recupera el azul mar que envuelven sus pupilas y las mejillas rosadas, se echa en falta ese otoñal bosque, porque de calor y sequía también se muere.

Me acuerdo de este ñoño y denso cuento por culpa de los pinos mojados, del frío que traducen, de las lluvias que van y vienen. Porque todo tiene un final. Dentro de nada, no habrá árboles en mi ventana, ni camiones de basura en la madrugada tronantes (¿de felicidad?), ni balcones de aspecto hotelero, ni niebla allende las pseudomontañas.
Y me alegro que todo tenga un final, aunque el final ni de rebote se acuerde de mí. Siempre quedará el recuerdo manipulado de lo que se quiso, siempre podremos tergiversar el final. Pero, y aún así, lo dicho, ansío el final.

Por todo, ea, aquí una de mis últimas divagaciones guardianas.