martes, 8 de julio de 2008

La sentencia

La sala se encontraba abarrotada, llena de gente que, con el paso de los días, se había ido congregando de manera casi exponencial hasta formar una multitud informe de caras ávidas por saber cuál sería la sentencia.

Puede que tuvieran tareas por realizar en sus hogares, en el campo, en... Sin embargo, la gente, de condiciones diversas, acudían sin reparar en ello o al menos otorgarle la importancia que pudiera tener. Querían conocer el desenlace de la historia. Observar la expresión del juzgado al saber de su futuro. Culpable. No culpable. Sólo dos posibles opciones y una de ellas era forzosamente más jugosa que la otra. No obstante, en aquella ciudad no había tenido lugar una ejecución en años. Y eso justificaba las ansias de aquella población. La incertidumbre mantenía vivas sus esperanzas, dado el vacío diario de sus almas.

El juicio, en contra de todo pronóstico, se había alargado hasta un punto que se conocía de su existencia en pueblos de otras comarcas y se seguía con la misma pasión que en directo pero a través de la prensa. Tiradas matutinas y vespertinas se hacía eco de todo cuanto acontecía en aquella sala. El suspense bien lo valía.

Para el acusado, un hombre sin posibilidad de costearse una defensa digna, ni siquiera de mantenerse por sí mismo, las perspectivas decrecían con cada día que pasaba. Quería que aquello acabara pronto, cuanto antes. Según su defensa, al inicio de aquella pesadilla, el caso era claro y, como mucho, le caería una pequeña regañina que en poco tiempo olvidaría. Pero con el avanzar del tiempo, la cosa se agravó hasta el punto que, sabiéndose inocente (según proclamaba a los cuatro vientos), podría ser ajusticiado.

Inicialmente escuchaba de forma atenta cada una de las declaraciones que tenían lugar. Gradualmente dejó de prestar atención, hasta que tuvo la sensación que no era él el acusado, sino otro. Incluso llegó a abandonar aquella sala para acudir a sus recuerdos, a sus lugares preferidos. De hecho, conoció escenarios que nunca había visto en su vida, comió manjares para él desconocidos. Por no decir más, pudo al fin contraer matrimonio con su prometida, a la que a veces, cuando regresaba a la sala, buscaba entre la gente que se dividía entre sus defensores y sus detractores. Aquella joven no hubiera podido encontrarse allí. Todo comenzó con una pequeña y tonta tos, que luego se siguió de esputos herrumbrosos y poco a poco, la joven de sonrosadas mejillas, se convirtió en un pequeño ser que dejó este mundo años ha.

Estos episodios, de los que la psiquiatría llama episodios de despersonalización o desrealización, compréndase, le llenaban de vida y de esperanza.

Aquel día decidió no abandonar la sala, era el último día que le mantendría recluido, entre aquellas cuatro paredes blancas. Dejaría la silla de madera, una vulgar silla, y también la mesa, una vulgar mesa, ambas viejas y carcomidas, arañadas por la tensión en casos previos. Había olvidado por qué se le juzgaba, aunque ya daba igual.

Aquel día se dilucidaba su futuro: o la libertad o la muerte.

El ambiente era diferente al de los días previos. Se notaba. Se palpaba. Se acrecentaban al máximo los malos olores producidos por el acúmulo de días en la piel de sus propietarios, que no conocían la higiene sino de vez en cuando. El calor allí dentro era asfixiante, sólo generado por aquellos seres vivos y sin otra fuente de energía, a pesar que fuera la temperatura era primaveral e incluso fresca aunque el sol fuera de justicia.

Y justicia se produciría allí dentro.

Le hicieron levantarse de su silla.

Detrás, el público, expectante, con el corazón en vilo. Taquicardias y taquipneas. Resoplos. Manos y pies inquietos. Taconeos y palmadas. Incluso hipo. A más de una tuvieron que sacarla a fuera por lipotimia, no sin protestas y quejas por la incómoda molestia que representaba para sus solidarios salvadores.

Se iba a leer el veredicto.

El juez repitió su nombre, un nombre que ya le era ajeno, pero que le devolvió de sus aturdidos pensamientos.

No sabía qué iba a ser de él. Qué le esperaría en la calle perpendicular de la vida. Quiso mirar atrás y buscarla. No estaría. Súbitamente la ansiedad, que había reaparecido de nuevo hacía unos instantes, se disipó. Se sintió más sereno que nunca, dispuesto a escuchar de la boca de otro hombre, libre y con capacidad para decidir quién era digno de ser inocente y vivir o quién era culpable y merecía ser castigado con todo el rigor de la ley, qué era ante sus ojos.

El silencio.

La sentencia.

3 comentarios:

eldiaridekafka dijo...

El final es libre para el lector.

__ dijo...

La sentencia es culpable, la realidad nadie la sabrá nunca.

Voy haciendo el petate para el veraneo. Si puedo, te leeré allá donde esté.

Que lo pases en grande y que disfrutes de las estrellas.

Besos, Ignacio

eldiaridekafka dijo...

Aunque tarde, que disfrutes de tus vacaciones.

(¿Y por qué tendría que se culpable? ¿De qué?)