sábado, 7 de marzo de 2009

Divagaciones mentales, (te) reflexiono, sin acritud.

Aviso a navegantes...

esto son divagaciones, por tanto, ideas que discurren egoístamente por mi mente (es por ello que hay tanto paréntesis y corchete, por qué todo es tan incoherente; como las imágenes en los sueños, se diluyen) y que, por tanto, como tales, nunca, nunca, nunca, serán emitidas verbalmente, por ello, nunca serán escuchadas (y en teoría, tampoco leídas). Ergo, lo que no se escucha (o lee), no tiene réplica.

Una de las cosas por las que destaca el ser humano es por su capacidad de razonar (correcta o incorrectamente) y poder formarse su propia opinión ante todo aquello que acontece a su alrededor. Ésta puede o no expresarse (y darse a conocer a los demás) en función de variables tales como las circunstancias que rodean al individuo en un momento determinado o el mismo carácter del susodicho, quizás valorando cómo responderá a una posible contraofensiva (o no).
Opinar y expresarse es un derecho e incluso una obligación inalienable que viene impuesta por ser humano. Siempre lo he tenido en cuenta, pero es en este punto (de este hilarante y estéril discurso) cuando me viene a la mente lo que aprendí en clase de filosofía, una pequeña frase, que aunque me pese, era lo venía a ser parte de un resumen de la enseñanza católica que me tocó padecer y con la que nunca comulgué (por lo pronto, por imposición de ideas y creencias basadas en un pensamiento de fábrica, lineal y cerrado, lleno de paradojas y dualidades [a grandes rasgos: compárese la crudeza y el salvajismo profesado en el Antiguo con la melosidad, si existe, del Nuevo Testamento /o/ la ley del Talión está prohibida para el ganado servil o no, pero no para el pastor /etc, etc.]) ni contra la que me rebelé (tempus fugit, pensaba; tócate las narices, que volvemos a asistir como espectadores [mi ego y yo] a funciones diarias [pase gratis, primera fila] de acoso y derribo: colisiones "intelectuales" entre icebergs que buscan más la humillación del oponente que cualquier otra cosa --> las "sores" también son curiosamente personas y algunas tienen un nivel alto de autoestima cual ejecutiva [rubia y de largas piernas, como la que suscribe] agresiva de las películas de los noventa ). A lo que voy, me explico, aquella idea, con la que me acabo topando cada día (y que a veces odio, pero contra la que no puedes hacer nada, es como la primera de las tres [o cuatro] leyes de la robótica, pero para humanos) es que la libertad de uno empieza donde acaba la de otro. Fastidia, pero así es. Es lo que (me) obliga a no responder a ciertas frases o actitudes absurdas cotidianas, propias del roce con otras personas (por ejemplo, y lo que me dolió, que si una imagen vale más que mil clínicas o una clínica vale más que mil imágenes, insisto, ABSURDO, más que le pese a alguien, sea del bando que sea [personalmente me siento sin bando, apátrida y a la deriva], me quedo con una imagen y con una clínica y el resto que vayan a tomar viento fresco; no soy un iceberg, sino un cubito que se funde en la pila, me temo).

Que la vida es difícil y siempre hay alguien que nos pone la zancadilla es indiscutible, cuando se empieza algo se hace (normalmente) con ilusión, pero poco a poco te das cuenta que algo huele mal, primero no puedes discernir si el olor te recuerda a geranios o a descomposición, pero poco a poco estás metido en el lodo y te hundes cada vez más. Inicialemente protestas tímidamente entre risas y bromas, luego te quejas oficialmente, después te encolerizas y al final capitulas como un moribundo que se siente carne de donante, resignándote, sabiendo que ya acabó tu turno, pero esperando que alguien tome el relevo, mientras te despedazan dualmente, primero como dato estadístico, segundo como la solución para otros.

Y me venía todo esto a la mente tras leer que a una jovencita que le dió por quejarse de su trabajo de forma privadamente pública, se encontró con la alegre solución a su problema al día siguiente, al acabar suciamente sus jefes con el aburrimiento que padecía de manera limpia y sin despeinarse.

Ya con esto metí la pata hasta el fondo, ¿verdad?